martes, 21 de febrero de 2012

MEJILLA A LA SAL

Dedicado a mi buena amiga Yanet Acosta. Mejilla a la Sal es el título del primer capítulo de su fantástica novela EL CHEF HA MUERTO


MEJILLA A LA SAL



Fue un fogonazo de lucidez lo que le insufló el valor para enfrentarse a ella de nuevo. La inauguración de una retrospectiva suya en la Galería Juana de Aizpuru, la pista que necesitaba para volver a encontrarla. La famosa pintora argentina vendrá a Madrid mañana y se alojará aquí, consiguió sonsacarle al portero del hotel donde se alojaba siempre que venía a la ciudad. Tantos años después, y a pesar de todo, ella seguía fiel a sus costumbres. A todas, incluso a ignorarlo, a no enviarle ni un saludo, ni una palabra. Nada. El más absoluto vacío. A él que lo había sido todo para ella; su amante, su amigo, su mentor, su mecenas, su agente, sus brazos y sus piernas, sus ojos y su corazón. Luego, desde aquella maldita mañana, ella había soltado amarras y había zarpado de su vida. Durante años solo supo de ella porque a veces, en la prensa, oteaba sus velas blancas en el horizonte. Pero ahora estaba en Madrid y no podría rechazar su plato favorito.

Buscó las mejores carrilleras de ternera, las más tiernas, con esa telita blanquecina que las recubría, protegiéndolas como el arrullo de un bebé. El carnicero le ofreció limpiarlas, pero prefirió hacerlo él. Se sirvió una copa de vino, buscó el viejo vinilo que ella le regaló una tarde de invierno y con movimientos delicados dejó el disco sobre el soporte y bajó la aguja. Gardel maullaba al amor desde el salón mientras él se lavaba las manos. Con un pequeño cuchillo muy bien afilado fue retirando la telilla que arropaba las carrilleras. Cuando la carne quedó limpia, las cuatro mejillas rojas sobre el mármol blanco de la encimera le hablaban de cóctel y amor.

Encendió el horno y lo precalentó hasta alcanzar los 180º. Mientras se calentaba, preparó un lecho de sal gorda en el fondo de la bandeja, lo aplanó bien con la palma de la mano y sobre aquella cama blanca dispuso en perfecto orden las mejillas. Lavó una ramita de romero, la deshojó y colocó las hojas sobre la carne; luego, como un camión de los que espolvorean sal sobre la carretera en las tardes de invierno, fue esparciendo sal sobre la carne hasta que todo fue una montaña blanca. Blanco sobre blanco, compactando bien, mientras el bandoneón y Gardel le pintaban una lágrima triste que acabó sobre la copa de vino, ya vacía.

Bajo la colina de sal, que embadurnó con una brocha untada en clara de huevo batida, se ocultaba el tesoro. Mientras Gardel engalanaba las rosas, peló las manzanas reinetas, las cortó en finas rodajas y las puso al fuego rociándolas con unas gotas de limón. Cuando comenzaron a hervir, removió con una cuchara de madera, con infinito mimo, y un rayo misterioso hará nido en tu pelo, mientras las calles de Buenos Aires desfilaban ante sus ojos, tomado de la mano de ella. Unos minutos después, cuando las manzanas se deshicieron, las retiró del fuego, las puso sobre un plato llano y las prensó con un tenedor. El puré de manzanas estaba listo.

Cuando, tras los treinta minutos obligados, el bip-bip del horno avisó, se sirvió otra copa de vino y dio la vuelta al disco. Sacó la bandeja del horno, la colina blanca de sal endurecida y brillante, caliente y acogedora, le recordó el tacto de sus nalgas, tan blancas, tan suaves, tan firmes. Por esa piel hubiese dado todo. Por esa mirada suya hubiese dado la vida. Lo que ocurrió aquella mañana fue un error, un estúpido, inmenso e imperdonable error. 

Con un mazo de madera resquebrajó la colina de sal y fue apartando las lascas hacia los lados, hasta descubrir el tesoro sonrosado, mostrando esas pequeñas vetas blanquecinas que le aportaban todo el sabor. Retiró las carrilleras, las colocó sobre la tabla de cortar y fue haciendo lonchas muy finas, como las sábanas de seda que ella adoraba. Después de colocarlas en la bandeja, dispuso el puré de manzana junto a ellas y depositó una lágrima de mermelada de violetas sobre cada loncha de carne. Cubrió la bandeja con la cúpula metálica y la dejó en el horno, que aún estaba caliente.

El portero del hotel le abrió la puerta, sonriendo de forma pícara al ver el enorme paquete con lazo rosa que llevaba en la mano. Que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental, repetía aún en su memoria la vieja voz tanguera mientras el ascensor lo depositaba en la tercera planta; perdoná si al evocarte, se me planta un lagrimón, y los segundos ralentizándose frente a la puerta de la habitación.


Ella no mostró sorpresa, ni alegría, ni siquiera le hizo un reproche.  Le dio dos besos de cortesía y abrió el paquete. El hubiese querido cantarle, que al rodar en tu empedrado es un beso prolongado que te da mi corazón, pero estaba allí, de pie, parado en medio de la suite, sin poder articular otra frase que no fuese aquella que tanto tiempo había ensayado: “Ábrelo y disfruta, aún está templado, como a ti te gusta”. Desató el lazo rosa, y sin mirarlo, destapó la cúpula plateada. El miedo volvió a apoderarse de él, temiendo la mirada de aquella maldita mañana en que le pilló, pincel en mano, retocando uno de sus cuadros

Luego ella, tomando un pequeño pedazo con el tenedor, lo llevó a su boca y cerró los ojos, mientras una lágrima furtiva descendía por su cara. El quiso tomarla con su lengua, lamer esa mejilla, la gota salada que descendía mientras el permanecía pegado a la moqueta. Ella, al fin, habló:
                        - Nunca supiste pintar, boludo, pero sos un artista.


martes, 14 de febrero de 2012

CAMAS


Hay camas donde nacen los hombres
y camas donde mueren los sueños 

Hay camas donde lloran los niños
asustados por el ruido del viento
camas donde sufren los viejos
que no recuerdan ni su nombre


Hay camas arrasadas de olvido,
de quimeras y hastío
de indiferencia y miedo
Hay camas donde las ambiciones
desmantelan las noches
y hacen oscuro el alba

Hay camas con sábanas de besos
con mantas de caricias y almohadas de pasión
Hay camas con engaños cual chinches
de cuerpos que pasaron y no dejaron nada más que dolor

Hay camas de ricos y de pobres
cartones empapados bajo la lluvia helada
camas que son mansiones
camas donde no cabe ni un resquicio de viento
Hay camas donde el odio se esconde en las arrugas
Camas frías, camas calientes, camas por horas

Hay camas donde dormir
Hay camas donde soñar despierto

lunes, 6 de febrero de 2012

UN RASTRO DE AGUJAS VERDES

La mujer recogió el casquillo. Registró los bolsillos del muerto hasta dar con lo que buscaba. Lo guardó en su mochila, miró a su alrededor y se fijó en mí. Dejando un rastro de agujas verdes peinó la nieve con una rama de pino, como si fuera un jardín zen. Continuó así hasta el lindero del bosque y allí se perdió entre los árboles. Abandoné la rama, extendí mis negras alas y volé hasta el cadáver. Llevaba varios días sin comer, decidí comenzar a picotear por los ojos; me sacié.