miércoles, 1 de mayo de 2013

CAZA MAYOR


 

CAZA MAYOR



Amanece. El campo huele a la primera helada de otoño. La caza, rito ancestral, se enseñorea de la mañana. Los perros ladran inquietos en sus jaulas, esperando el momento de la carrera salvaje.  Los cazadores están dispuestos, vestidos de verde y caqui-camuflaje, botas de cuero, bocas ansiosas. Tras un copioso desayuno de migas y alcohol servido por mujeres, fuman el primer puro del día, miran al monte y esperan. Las mejores escopetas, enfundadas en cuero de Loewe, reposan sobre sus hombros. Los todoterrenos de alta gama, aparcados sobre la tierra escarchada, parecen monstruos dispuestos a derribar árboles, animales y personas que frenen su paso. Es la primera montería de la temporada. Risotadas soeces, miradas lascivas y conversaciones guerreras: la síntesis del machismo más rancio a escena. Los cazadores se emboscan, ojean, y acechan a las jovencitas o a las “nuevas solteras” que nos acercamos por la mañana para ver el desfile de testosterona vestida de camuflaje.

Acaba de anochecer. El aire huele a perfume masculino, a olorosa ginebra cayendo sobre el hielo, a deseo contenido. Es miércoles, los hombres solos tienen permitido entrar al local de intercambios. Follar con mujeres ajenas: esa es la apuesta. Tal vez difícil, tal vez sencilla; la noche está abierta a cualquier contingencia. Las parejas que acuden los miércoles saben a lo que van, o quizá no. Ellos, triunfadores en su vida ordinaria, visten su uniforme oficial: camisas bordadas con un cocodrilo, o cuatro eles superpuestas, jinetes rojos con banderola... Abundan las cabezas sin pelo y las barriguitas cerveceras. También hay hombres tristes, perdedores a ojos vista, cabizbajos y un sí es/no es avergonzados de estar allí. Un negro joven y con buena planta deambula por las salas, como único exponente de un continente de sueños. Suena una música suave, incitadora. La barra del bar es el punto de partida, comienza el juego.

La suerte ha repartido, desigual e injusta como la vida, el puesto que ocupará cada uno. Una vez colocados en sus disparaderos, en religioso silencio, los cazadores se mantienen a la espera, excitados por los ladridos de las jaurías y los gritos de los ojeadores que inundan el valle. Los ecos de los primeros disparos retumban en las pedreras de la sierra. Los voy contando, como desgranando posibilidades, pensando en los otros, buscando las similitudes. Cada cuatro disparos, un animal abatido, me cuentan.

Un cocodrilo verde sobre fondo azul ocupa la primera sala, con sus blancos sofás. Una pareja muy joven comienza a desnudarse, abandonando la ropa en desorden sobre el suelo. Cocodrilo lanza una mano atrevida sobre un pezón olvidado, mientras su dueña retoza entre jadeos: no es rechazado; ha acertado en su intuición. Cuatro eles superpuestas acceden al jacuzzi de la planta superior, copa en mano. Varias parejas, una amalgama de carne en movimiento, ocupan la sala. Cuatro eles abandona su mano así, a su caer, sobre un culo que se bambolea al compás del ritmo que marca una polla que se mueve frenética: error, recibe un sonoro manotazo que descarta cualquier otro intento de acercamiento en aquella habitación, para él y para sus tres amigos. Jinetes rojos con banderolas permanecen acodados en la barra. Entran a toda fémina que se acerca a por una copa. Sin éxito. No tienen posibilidad alguna, más no abandonarán su posición en toda la noche. El resto, los solitarios, se dispersan por el local, ojo avizor.

Cuento dieciséis detonaciones. Se han disparado treinta y seis, me dicen. Disparos fallidos que imposibilitan volver a descargar sobre esa presa. Oportunidad perdida. Al caer la tarde, nueve trofeos reposan en el suelo, cubiertos de sangre y moscas. Un olor montaraz, ácido y primitivo invade el aire. Testosterona mezclada con miedo, con muerte, con alcohol. Los triunfadores se ufanan de sus presas ante los demás, mientras exhiben en la mirada una carga de deseo cuando pasan las mujeres a ver los despojos sobre el adoquinado de la plaza. Un enorme ciervo de siete puntas (una por cada año de vida), reposa en el suelo babeando sangre. Su ejecutor recibe felicitaciones, palmadas en la espalda, miradas de envidia. Aprovecha un momento de descuido de los demás para ofrecer la hermosa cornamenta a una veinteañera prieta y juguetona, a quien duplica en años, aún sabiendo de lo estúpido de su oferta. Es su día de triunfo, hoy puede atreverse a todo. Los abandonados por la suerte se consuelan desollando las piezas, les extraen las vísceras, las cuelgan para que se desangren y su carne se suavice. Ha sido una buena jornada.

Pasadas las tres de la madrugada, los hombres se reúnen de nuevo en la barra del bar. Tres resultados de catorce intentos. Los conquistadores, despeinados y oliendo a sexo fresco, comentan algunos detalles sabrosos con los demás. Piel negra y brillante resbala por la espalda de una rubia de piernas interminables, en un gesto cómplice, mientras baja las escaleras hasta el bar. Una mujer, de curvas profundas vestida de cuero negro, se acerca a la barra y posa sus labios sobre un cocodrilo en pecho. La mano de éste se desliza por su espalda y acaba posándose en el impresionante trasero de su nueva amiga. El marido de ella, por su lado, apoya la mano sobre la teta derecha y le mordisquea con suavidad el lóbulo de la oreja. Ella sonríe y besa a los dos, alternativamente. Los jinetes rojos con bandoleras siguen atornillados a la barra, esperando el nuevo día y poder descargar así su frustración, su resentimiento, sobre sus socios, sus empleados, sus esposas, sus hijos... Los orgullosos triunfadores de la noche abandonan el local con enormes sonrisas en sus rostros. Una perfecta noche de caza mayor.



1 comentario:

  1. Brillante, Marisol, me encantó ese paralelismo entre ambas historias.
    Excelentes tus letras. ¡Felicitaciones!

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